El ladrón de juguetes Lyrics

El ladrón de juguetes
Jim el astronauta parecía transitar su peor aventura: la mano gigante de Manuel Olmos lo sujetaba por los pies como a una liebre muerta y lo bamboleaba a través del pasillo que conduce a las oficinas del dueño de la juguetería. Y después de atravesar, cabeza abajo, varias puertas, y de someterse a las miradas humillantes de los empleados, al ingresar en un amplio y luminoso despacho Jim el astronauta voló por los aires, flotando por un momento en la liviandad del cosmos. Pero casi de inmediato perdió impulso, y comenzó un rápido descenso que culminó con un golpe seco y dos o tres rebotes sobre la tabla de un escritorio.
-Volvió a pasar, jefe -protestó Manuel Olmos y se despatarró en un sillón.
-¡Más cuidado, Olmos! -dijo el jefe, y recogió a Jim con el respeto con el que se recoge a un gorrión herido-. Estos juguetes son delicados.
-Delicadísimos.
El jefe miró casi con ternura al hombrecito que se sonreía por dentro del casco pecera. Manuel Olmos continuó:
-Los técnicos no se explican cómo se quemaron las luces del traje. Sí han descubierto que la música de Viaje a las estrellas no suena porque el parlante en la mochila está "desconado".
-¿Desconado? ¡Cómo es posible!
-Me gustaría saberlo, jefe -dijo Manuel Olmos levantando dos misteriosas cejas-. Que alguien muera de vez en cuando vaya y pase, pero que casi todos lo hagan al mismo tiempo es una verdadera tragedia.
-No dudo de que la fábrica responderá por esta tragedia -aseguró el jefe sentando a Jim en un cenicero.
-Es improbable -respondió Manuel Olmos, secamente.
-Mire, Olmos, si todos muestran un defecto tan serio, es fácil deducir que alguien, y no precisamente quien le habla, deberá subsanar el inconveniente.
-Es improbable, jefe. En la caja que recibimos había cien muñecos: los contamos rigurosamente. Es más, encendimos algunos y funcionaban a la perfección.
-Bueno, pero ahora no andan. Empáquelos en la misma caja y devuélvalos.
-No creo poder hacerlo, jefe. Aunque hemos registrado toda la juguetería, nos falta uno.
-Esta es una tienda seria. Vendemos juguetes, no jugamos con ellos. Por otra parte, el depósito es su responsabilidad, Olmos -gruñó el jefe con voz militar, como si al decir "Olmos" hubiese querido decir "soldado Olmos"-. ¡Investigue! Si no aparece el muñeco, me veré obligado a tomar desagradables medidas.
Manuel Olmos salió del despacho con la cara enrojecida, como si colgara cabeza abajo de una mano gigante que le sujetaba los pies. De memoria recorrió un laberinto de pasillos, murmuró un sinnúmero de insultos, y entró en el depósito gritando:
-¡Tarantino!
Pero el joven ayudante no respondió. Entonces, Manuel Olmos en persona se perdió entre las estanterías.
No tardó en encontrar la caja. Se asomó a ella lo suficiente como para impregnarse de ese vaho que emanaban los muñecos. Y revolviendo la mezcolanza de piernas, de brazos y de cabecitas p___to descubrió, sobre el casco de uno de los astronautas, una pluma.
Recorrió con la vista los alrededores como si tratara de asociar el curioso hallazgo a algún objeto emplumado. Y luego volvió a enfocarse en la pequeñez que giraba nerviosa entre sus gruesos dedos.
-Plumita, plumita... -dijo con voz suave. Después, la guardó en la billetera.
De repente un muchacho pelirrojo de ojos anaranjados irrumpió en el depósito con dos o tres libros debajo del brazo.
-Adónde te habías metido, Tarantino.
-En el baño, señor -respondió el otro con voz nasal, y se tapó la boca como si estuviese tentado de risa.
-Cuantas veces dije que el lugar no debe quedar sólo. Tú y tus libros -el muchacho al reprimir un estornudo pareció reírse-. Pero... ¿a qué se debe tanta alegría?
-No es alegría, es alergia -respondió Tarantino, y se limpió la nariz-. El anagrama puede resultar gracioso pero la alergia no es para nada alegre.
-Bueno, muchacho, manos a la obra. Debemos encontrar el muñeco que falta.
Tarantino se rascó la cabeza con cierta dificultad.
-Pero... ya hemos revuelto todo.
-Sí, es verdad, pero siempre en busca de un muñeco.
-¿Se ha perdido otra cosa y no me he enterado?
-Podría decirse que sí -dijo Manuel Olmos y abrió la billetera.
No bien Tarantino vio la pluma, sufrió un subintrante acceso de estornudos.
-Soy alérgico -aclaró secándose una cara que comenzaba a hinchársele-. ¡Guárdela, guárdela!

Manuel Olmos guardó la pluma, y pasando su brazo sobre el hombro del muchacho que entre los párpados cerrados dejaba escapar profusas lágrimas, con devoción de lazarillo lo condujo hasta su oficina.
-Ahora sólo debemos encontrar al dueño de la campera -dijo Manuel Olmos una vez que se sentaron.
-¿Una campera con plumas de gallina? -replicó el pelirrojo totalmente congestionado.
Manuel Olmos quedó perplejo. Hubiera, de seguro, examinado la pluma con más detalle, pero se conformó con mirar fijamente la billetera que descansaba sobre la mesa. Después de un corto silencio en el que se frotó la cara como si se la lavara con aire, dijo:
-Pensemos, Tarantino, pensemos. La semana pasada llegaron cien astronautas en perfecto estado. ¿Cómo es posible que ahora estos juguetes que funcionan con los escasos voltios de una pila estén quemados? Y para peor, no podremos devolver la carga porque falta uno. Alguien, Tarantino, está tratando de perjudicarme. Hace un rato, al descubrir la pluma, deduje que había descubierto al malhechor. Debía, simplemente, encontrar al dueño de una campera de esas que se rellenan con plumas de ganso. Después dudé. No era imposible que tú, muchacho, vistieras una prenda semejante. Pero la singular alergia que te afecta alejó esta posibilidad. Entonces, sólo debía seguir la huella hasta dar con el responsable -Manuel Olmos se golpeó la frente-. Pero es indiscutible que no sé nada de plumas, que no sé nada de juguetes, que no sé nada de nada. ¡Estúpido, soy un soberano estúpido!
-¡Estupendo! -dijo el pelirrojo con gran entusiasmo-. Si la pluma hubiese sido de ganso como usted sospechaba, el problema no tendría solución: existen millones de camperas conteniendo esas delicadezas. Pero tratándose de una pluma de gallina, de una vulgar pluma de gallina, todo se simplifica.
Manuel Olmos miró con un particular horror al joven ayudante, el mismo horror con el que un padre miraría a su pequeño hijo que acaba de resolver el teorema imposible de Fermat. Porque el muchacho había dejado escapar una muestra de la inteligencia que llevaba adentro, de ese raciocinio capaz de elaborar una hipótesis y quizá de probarla, y de autosuficiencia, la que un hombre experimenta cuando camina por primera vez con pensamientos propios. Y como todo ser que se lanza a practicar una destreza desconocida, Tarantino demostraba también esa irritante mezcla de insolencia, de valentía, de torpeza y de romanticismo que demuestran los adolescentes cuando comienzan a explicar algunos fenómenos de la vida como si entendieran en profundidad a la vida.
-A ver, sabelotodo -dijo Manuel Olmos-, cuál es tu sospecha.
-El responsable debe ser un electricista.
-¿Y cómo has descubierto eso, Sherlock?
-Elemental -respondió el joven, altanero -, ha estado aquí charlando conmigo. Hará dos semanas atrás, cuando se cortó la luz, apareció un hombre alto, de ojos esquivos y de pocas palabras, que dijo llamarse Pichón. ¡Cómo olvidar ese nombre! Si bien anduvo un rato revisando el tablero, cuando por fin restableció la corriente en vez de marcharse se interesó por Jim el astronauta. Era llamativa la manera en que lo miraba, parecía fascinado, mas no como lo demuestra un chico, su fascinación no estaba en el juguete, traspasaba al juguete. Revisaba a Jim como un médico a un paciente, pero sus ojos iban más allá del paciente. Recuerdo que el sujeto abrió la espalda del muñeco y por un momento revolvió los circuitos internos como si hurgara entre las vísceras de un animal exótico.
-¿No te parece, muchachito, que te la pasas pensando demasiado?
-Nunca se piensa demasiado. Por el contrario, en general se piensa demasiado poco. Pero aún no termino. Este hombre, quizá para despistar, comenzó a hablar de cosas comunes. Me resultó fácil advertir, por el acento, que el sujeto no era de Buenos Aires. Casi no me miraba, sus ojos iban de aquí para allá como escudriñando las estanterías. Yo, en cambio, no me perdía uno solo de sus movimientos.
-Tarantino, me estoy aburriendo.
Tarantino se paró, salió de la oficina, y rápidamente regresó con una bolsa.
-El hombre continuó revisando a Jim y hablando cada vez con más fluidez. Me contó, por ejemplo, que su padre criaba gallinas. Entonces le revelé, y aquí creo que viene lo interesante, que soy alérgico, terriblemente alérgico a esos b____os. Al oír estas palabras, él pareció malhumorarse. Y poco después, se acercó al tablero en el que había estado trabajando, hizo vaya a saber qué cosas, y se fue casi sin despedirse. ¿Vislumbra hacia dónde va mi mente?
Tarantino metió la mano en la bolsa, y extrajo dos ejemplares bastante maltratados de Jim el astronauta.
-Revíselos -dijo y los deslizo sobre la mesa.
Manuel Olmos se calzó los anteojos.
-¡Están totalmente quemados! -exclamó mirando a Tarantino con cierto respeto-. Mucho más quemados que el resto.
-Quizás fueran estos los primeros. Muestran ciertos detalles que merecen ser resaltados, pues revelan una mente alterada detrás de cada una de estas alteraciones.
Tarantino marcó sobre la espalda de uno de los muñecos, aureolas de humo de diferentes intensidades, diversas quemaduras en el plástico y cables apenas tiznados entre otros totalmente ennegrecidos.
-He aprendido de mi padre -continuó el joven- la diferencia, quizá sutil, que existe entre "morirse" y "morir". Lo primero es un proceso, lo segundo un contratiempo. Morirse es todo aquello que va ocurriendo antes del desenlace. Morir es el desenlace. Iguales diferencias existen entre dormirse y dormir, entre vestirse y vestir, entre enamorarse y enamorar... Bueno, en este caso los juguetes muestran cambios que se produjeron durante el proceso de "quemarse" y, obviamente, esos cambios dicen mucho.
-¿Se trata de un sabotaje? -dijo Manuel Olmos mirando a su interlocutor con incertidumbre.
-Puede parecer un sabotaje pero es un experimento. Los muñecos han sido sometidos a variaciones de la corriente eléctrica. El plástico se derrite a tantos grados, los cables se queman a tantos otros, la pintura a tantos más. Es decir: se practicaron ensayos sobre estos conejillos. ¿Para qué? Bueno, no lo sé aún. Lo que sí se es que después, cuando los conejillos dejaron de funcionar, fueron devueltos a su sitio como si nada hubiese ocurrido.
-Los científicos experimentan con animales, con plantas, incluso con piedras, pero nunca he oído nada de experimentos con muñecos a pila.
-Por ahora, somos espectadores de los hechos, el desafío será descubrir el porqué de los hechos.
-¿Y qué tiene que ver la pluma de gallina?
-Supongo que eso lo ha esclarecido usted sin saberlo. Puedo explicarlo. Al enterarse de que yo, el único empleado en el depósito durante las tardes, era alérgico a las gallinas, el electricista consiguió plumas y las utilizó para salirse con la suya. Ahora entiendo por qué, las dos o tres veces en que volvió con la excusa de que debía ajustar ciertos detalles en el tablero, tuve que dejarlo imprevistamente sólo a causa de un repentino ataque que me cortaba hasta la respiración.
-Alguien roba juguetes, los estropea, luego los devuelve, y el responsable de todo, que vendrías a ser tú, describe los sucesos como si fuera un inspector de policía mientras que la única víctima, es decir yo, escucha los pormenores de lo que en definitiva le hará perder su trabajo. ¡Qué interesante!
-Lo más interesante, y a la vez pavoroso, es que el sujeto haya devuelto todos los juguetes excepto uno.
-Puedo imaginar que se le habrá derretido por completo, o lo habrá perdido o lo guarda como suvenir.
Tarantino hizo un silencio, y después de algunos segundos agregó:
-Sospecho algo peor: quizás ha encontrado lo que buscaba.
Manuel Olmos, perdiendo la paciencia, se paró y dijo:
-Muchacho, ya que te crees tan despierto... ¿por qué no ideas algo para recuperar al muñeco que falta?

A esa hora de la noche y a la distancia, las dos desiguales siluetas que atravesaban los suburbios del bajo Flores recordaban a las de un principito seguido por un enorme sirviente. Tarantino conducía las acciones: llevaba en la mano un plano de Buenos Aires que iluminaba, de a trechos, con una pequeña linterna. Manuel Olmos, quien parecía estar allí solamente para emitir quejas, de vez en cuando enmudecía y respiraba hondo y volvía a las quejas.
-Prefiero que me echen a que me maten -decía-. No sé qué hacemos en este suburbio infame.
Pero Tarantino avanzaba tan concentrado en su tarea que no oía al grandote.
-Llegamos -anunció el joven deteniéndose ante un paredón-. Se supone que aquí vive Pichón Zorros.
La casa era una ruina. Entre los ladrillos de la vieja pared crecían algunas plantas que recordaban a restos de comida vegetal en los intersticios de enfermizos dientes. La puerta de chapa protestaba con cada empellón del viento. Un duraznero se aferraba al piso con musculosas raíces entre islas de mosaicos de una vereda que sólo era posible sortear a los saltos. La única luz en toda la cuadra era la del portero eléctrico, un aparato antiguo pero visiblemente más moderno que el edificio, cuya pequeña luminiscencia roja bien podía imitar a la de un cigarrillo encendido en una profunda cueva.
Tarantino accionó el botón, pero no hubo respuesta. Entonces Manuel Olmos golpeó a la puerta. En desorden, los pájaros que alojaba el duraznero fueron abandonándolo torpemente, como animales desacostumbrados a emigrar en medio de las tranquilas noches del barrio.
-¿Quién anda ahí? -dijo una voz imprecisa, deformada por el parlante del portero eléctrico.
Tarantino se acercó al artefacto y preguntó por Pichón Zorros.
-¿Quién anda ahí? -volvió a oírse.
Al cabo de unos minutos, la puerta se entreabrió. Y de entre las sombras, como quien asoma una mejilla fuera del barro, una mujer vieja dejó al descubierto la mitad de su cara.
-Buscamos al electricista -dijo Tarantino, amigablemente.
Sin mediar palabra, la mujer recibió a las dos visitas y las condujo a través de un pasillo angosto. Al llegar a una habitación, sugirió:
-Mejor esperen aquí -y se perdió hacia los fondos de la casa.
El aire tibio del cuarto olía a tapicería vieja. Una mecedora, prima lejana del péndulo, se hamacaba en un rincón como un niño autista. Sobre una repisa, varias fotografías registraban distintas escenas del atardecer en el campo. Las luces intermitentes del televisor, que se proyectaban sobre una cortina floreada, resultaban en siluetas fantasmales.
De p___to se oyeron pasos. Y de inmediato un hombre joven, desalineado, se apareció diciendo:
-Me llamo Pichón Zorros.
Era innegable que las visitas intimidarían al electricista. Una por conocida, la otra por exuberante.

El sujeto pareció observar en primer término a Manuel Olmos -quizá su mirada se viera atraída por el tamaño de la cara de este-, y le sonrió al extender la mano. Después reparó en Tarantino. De seguro reconoció al pelirrojo puesto que su sonrisa se apagó como se apaga de improviso una vela, conservando por unos momentos un gesto impreciso, difuminado, muy semejante al humito que lanza el pabilo mientras se enfría.
Manuel Olmos se paró y no pudo disimular cierto enojo. Pero Tarantino extendió su mano con bonanza.
-¿Nos conocemos? -le dijo Pichón Zorros al pelirrojo, y bajó la vista.
-Usted bien sabe por qué estamos aquí -Tarantino hizo una seña, y Manuel Olmos extrajo de la billetera la pluma que ahora había sido aislada dentro de una bolsita plástica.
El electricista cerró los ojos y apretó la base de su nariz.
-Si no nos devuelve el muñeco... -alcanzó a decir Manuel Olmos, amenazante.
Pero en ese momento la anciana irrumpió en la habitación para preguntar si deseaban alguna bebida. La poca energía que demostraba la mujer parecía obedecer a cierta melancolía imprecisa más que a problemas físicos.
Una vez que ella se retiró, el dueño de casa miró a los visitantes y dijo:
-Acompáñenme hasta el taller: no quiero alterar a mamá con mis locuras.
Después de atravesar un patio repleto de yuyos que subían hasta la cintura, los tres hombres entraron en una especie de galponcito.
No bien se encendieron las luces y cruzaron el umbral, Manuel Olmos dejó escapar un:
-¡Dios mío!
Pero Tarantino, con una sonrisa cómica, miraba todo como un chico en una juguetería.
Y no era para menos. Aunque resultaba extraña, aquella era una especie de loca juguetería.
En el centro del lugar había un banco de carpintero totalmente cubierto por muñecos de diferentes clases. Algunas piezas sueltas, miembros mutilados, insinuaban cierto desdén hacia los aparatos. A un costado, coronando un pedestal de yeso, un gran trozo de madera informe parecía una obra de arte inconclusa. Colgando de los tirantes del techo, varios aviones y algunos pájaros sobrevolaban la escena. En el suelo, diez o doce cajas abarrotadas de cables, de plaquetas y de circuitos completaban la ambientación. Y en un ángulo, cubierta por una sábana impecable, una silueta humanoide parecía fuera de contexto.
Pichón Zorros se aproximó a una de las cajas, y extrayendo una araña de silicona grande como su mano, dijo:
-Una vez en cien, una vez en mil, una vez en un millón... un juguete deja de ser un juguete.
Y habiendo girado el b____o de manera que el vientre negro quedara justo debajo de la luz, abrió una tapita del abdomen y retiró dos pilas. Luego apoyó la espalda de la araña sobre el banco de carpintero, y haciéndose de un cable cuyos cabos dejaban al descubierto los hilos de cobre, incrustó uno de los extremos en el interior del animal. Con el otro extremo en la mano caminó, no sin cierta ceremonia, hasta un tomacorriente.
-No se acerquen -aclaró y se calzó unas antiparras.
La araña sufrió una convulsión violenta, flotando no menos de cinco centímetros por encima del banco para caer, segundos más tarde, a unos diez centímetros de donde se encontraba. Después dejó escapar un humo tan negro como la pintura de su piel.
Quitándose las antiparras, Pichón Zorros exclamó:
-¡Extraordinario!
Tarantino miró a Manuel Olmos con cierta ironía, y abriendo ligeramente las manos elevó los hombros como diciendo: "lo sabía". Pero el grandote, con los pies clavados al suelo, abría grandes los ojos y respiraba con cierta ansiedad, mas no emitía sonidos.
-Acérquense -dijo el electricista mientras desconectaba el cable-. Esto es apenas una muestra.
La araña de silicona movía una de sus patas. La flexionaba rítmicamente como si estuviera ejercitando un músculo. Aunque el resto del b____o no demostraba más que una vibración pasiva, esa extremidad trabajadora resultaba tan monstruosa como sorprendente.
-¡Está viva! -dijo Manuel Olmos, balbuceante.
-No confunda vida con movimiento -corrigió Tarantino-. Lo más probable es que los materiales hayan sido sobreexcitados. Un artefacto que funciona con nueve voltios, cuando es expuesto a doscientos veinte, si no se quema, se adapta.
-En parte es así -intervino el electricista-. Y hay ejemplos de esto. El violín de Payer, la sierra parlante, la lámpara de Aladino, el paraguas de Melville. Pero mi trabajo es distinto.
-Óigame bien -dijo Manuel Olmos-: su trabajo puede ser extraordinario, sublime, pero hará que yo pierda el mío. Entrégueme a Jim el astronauta y nos iremos sin causarle disgustos.
Pichón Zorros lanzó una mirada hacia la sábana que recubría a una especie de maniquí y aseguró:
-No puedo entregarlo.
Entonces, Manuel Olmos se lanzó sobre el electricista como un luchador, y después de un corto forcejeo lo inmovilizó.
-Tarantino -dijo Olmos agitado-, alcánzame un cable, una cuerda o lo que sea.
Con ojos resueltos, Tarantino se acercó al pedestal. Y alzando trabajosamente el trozo de madera tallada, golpeó con poca convicción la cabeza de Manuel Olmos. Trataba, quizá, de atontar al hombre sin herirlo.
Pero el maderazo no resultó tan benigno como fue proyectado, pues el grandote se desvaneció súbitamente. Luego, como un animal que escapa de entre los pesados escombros de un derrumbe, Pichón Zorros fue escurriéndose por debajo de su agresor, apartándolo como podía. Y una vez de pie, miró al pelirrojo con cierta sorpresa.
-¿Por qué...?
-No sé -respondió Tarantino rascándose la cabeza-. Supongo que prefiero favorecer a quien pierde el sueño por concretar su locura, antes que a quien -Tarantino señaló a Manuel Olmos que yacía boca abajo- duerme tranquilo conservando lo que tiene. De todas maneras, creo que lo más conveniente para todos es que usted le devuelva el astronauta.
-No puedo: el muñeco es una pieza fundamental de mi obra -dijo Pichón Zorros y descorrió la sábana.

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